Cristina Bajo es cordobesa capitalina de nacimiento y siendo muy pequeña su familia se trasladó a Cabana, un pintoresco barrio de la ciudad de Unquillo. Fue así que aquella pequeña soñadora cursó sus estudios primarios en la ciudad de los artistas hasta la llegada de su adolescencia, cuando el Instituto Espíritu Santo de Río Ceballos la cobijó durante varios años.

Culminado su paso por el secundario recibió el título de maestra normal, por esto mismo, los lectores de sus libros son conocedores de su etapa como docente rural. Pero Bajo fue polirubros en todo sentido, ya que tuvo librería, fue diseñadora de ropa artesanal, vendió maderas, bordó tapices y es una amante de la naturaleza y los animales, fundamentalmente los gatos, y estos pueden verse en varias ilustraciones de sus best sellers.
Sus dos hijos le dieron nietos que llenan su edad de oro, regalándole ganas de escribir nuevas historias para compartir con sus fieles lectores. Pero no se puede dejar de destacar que cuando muchos pensaron en jubilarse, Cristina Bajo comenzó a cumplir sus sueños y lo hizo a lo grande.
Hay que trasladarse a la niñez de la autora, porque ella comenzó a escribir sus primeras líneas cuando era una niña, por esto ella siempre recalca que su pasión por la lectura y los libros en general nació a raíz de un libro que le regaló su padrino, dueño de la enorme librería Morena de la ciudad de Córdoba. En este sentido, su primera lectura vino de la mano del “Los papeles de Pickwick”, de un importante autor inglés.

Por otro lado, la radio también formó parte de la vida de Bajo y en Radio Nacional tuvo su espacio cultural. En lo que respecta a la gráfica, publicó cuentos y columnas de opinión en importantes medios como La Nación, ADN, Revista Rumbos, Revista Ñ, entre otras tantas publicaciones.
Pero también es una escritora multipremiada, el Gerónimo Luis De Cabrera, el premio especial Ricardo Rojas en la ciudad autónoma de Buenos Aires y del Honor y Causa de la Universidad Nacional de Córdoba.
Además, no se puede dejar de nombrar sus éxitos literarios que la llevaron a obtener los reconocimientos de pares: “La saga de los Osorio”, con la que inició su carrera como escritora oficial en 1995, cuando publicó “Como vivido cien veces”. Otros títulos son “Sierva de Dios, ama de la muerte”, entre varios libros de leyendas, de recetas y memorias, por citar algunos.
Es de destacar que, en sus grandes producciones literarias, Cristina Bajo sitúa en contexto a sus personajes, los que están inmerso en la historia grande de la Patria. Pero aún más destacable es la historia pequeña de la autora, cuando esa mente brillante comenzó a soñar en palabras. En esta nota, El Milenio recorre el pasado y el recuerdo de las historias vividas en una ciudad que la vio crecer.
El Milenio: Para romper el hielo, todos sabemos que naciste en Córdoba capital y seguramente tenés muchas anécdotas que recuerdes ¿Podés compartir alguna?
Cristina Bajo: Claro. Recuerdo que antes de venir a Cabana, cuando vivía en el barrio General Paz de Córdoba y pasaba el vasco con la vaca y el ternero, con un banquito de tres patas donde se sentaba y le daba a mi mamá la leche del jarro, en ese entonces, comprar la leche a la lácteo en botella de vidrio se trataba de un adelante grandísimo.
EM: En muchas de tus historias añorás épocas de antaño ¿Creés que todo tiempo pasado fue mejor?
CB: No, en realidad no se trata de que todo tiempo pasado fue mejor, pero las sociedades mientras son más agrarias, un poco más primitivas, en general suelen ser más abarcadoras y menos conflictivas.
Como ser, en Cabana íbamos al colegio con los chicos, que eran amigos nuestros y salíamos a andar a caballo con los hijos de los peones, pero nunca notamos que hubiera una diferencia entre nosotros, por eso, cuando hablábamos de caballos, de monturas, de perros y del cine estábamos todos hermanados.
Así es como una de las cosas que más lamento que se hayan perdido, es el sentido de familia, no por desamor, sino por las circunstancias de la vida en la actualidad, donde es mucho más difícil conciliar los horarios de trabajo y generalmente antes, todos teníamos uno cerca de la casa, y a lo mejor ahora hay que viajar más tiempo, a pesar de que hay más medios de comunicación y de transporte.
EM: ¿Pero hay cosas que usted considera que se mantienen a pesar de los cambios generacionales?
CB: Si, hay muchas cosas que todavía se dan, como cuando las familias se juntan los domingos, que se haga el asado, que se festejen los 15 años, y debo aclarar que en la época mía no se celebraban, por lo que recién fue con mi hermana, la más chica, cuando comenzaron. Recuerdo que yo festejé los 17 con un asado y una cabalgata.
Hay muchas cosas que hemos perdido, pero también muchas cosas que se han ganado, yo soy una gran enamorada de todas las cosas nuevas que van surgiendo. Para explicar esto tengo una anécdota, cuando mi mamá me contó que conoció el cine, de jovencita y era una fiesta para ella, por lo que me crié escuchándola contarme películas como “La guerra gaucha “o “La extraña pasajera”, entonces, esas cosas modernas que ahora conseguimos con facilidad, antes nos llegaban desde todos los cuentos familiares.
“La guerra gaucha por ejemplo tuvo una connotación distinta, porque mi mamá no se llevaba muy bien con su suegra y al parecer, el día que iba ella a ver el estreno de esta gran película, mi abuela decidió que iba con mi papá y mi mamá se tuvo que quedar a cuidarme ”.
EM: Entonces: ¿Las artes visuales fueron de suma importancia para su vida?
CB: Crecí con toda la mitología de la película “Lo que el viento se llevó” y no la pude ver porque durante más de 20 años no se dio en Argentina, por lo que cuando yo era jovencita, avisan que la tienen que devolver a Norteamérica y la iban a exhibir nuevamente, fue en ese entonces que pude verla, cuando comienzo a escribir, creo que en el año 1957.
En Unquillo nos veíamos todo, mi pobre padre nos llevaba casi todos los días al cine. Recuerdo que él salía de Cabana con su Ford, viajaba por los caminos de tierra hasta Icho Cruz, porque allí tenía unas obras en construcción – era arquitecto -, y volvía a la noche súper cansado, cuando toda la familia lo esperábamos arreglados en la galería. Él la miraba a mamá, que también estaba arreglada, le preguntaba “¿Qué hay de comer?”, sacaba algo frío y medio dormido nos llevaba.
Se trata de esos sacrificios que por ahí hacen los papás y parecen cosas ingenuas, pero con el tiempo, a medida que crecemos y comienzan a faltarnos, comprendemos lo rico y lo fuerte de ese cariño, de ese respeto hacia lo que los chicos queríamos, por supuesto que no nos daban cualquier cosa,
EM: Llegó el momento de que nos cuentes cuándo fue tu gran conexión con todo lo relacionado a la escritura ¿Tu papá te había regalado una máquina de escribir? ¿Verdad?
CB: Papá me compró la máquina de escribir, de esas bien viejas que aparecían en las películas de Hollywood de los años 40, cuando comenzaba a escribir mi primera novela, “Como vivido cien veces”, que por aquel entonces, no tenía nombre. También me compró un escritorio de roble muy lindo, – que me lo choreó un hermano mío -. En el living había un rincón único, con una ventana que daba al jardín de adelante, me habían puesto ahí el escritorio, por lo que mientras miraba las plantas y los árboles escribía mis novelas.
EM: ¿Podés compartir una anécdota de esos primeros momentos de creación?
CB: Había veces que venían visitas y mi espacio de escritura estaba muy desordenado, porque aparte, yo tenía la manía de hacer una especie de pequeño museo de ciencias naturales, por lo que tenía la piel de una víbora que había encontrado en las sierras, tenía una piedra que producía sueño y me dormía sobre la máquina de escribir. Esto último me lo explicó un profesor y biólogo reconocido de Villa Allende que al venir a casa olfateó algo y le dijo a mi mamá que sacara esa piedra.

Lo anterior lo recuerdo porque mi mamá no ordenaba mi escritorio por respeto a lo que hacía y para no meterse en lo que estaba haciendo. Este respeto de mis padres creo que se trasladó a la persona que soy. Esto me lleva a pensar que lo mismo que recibimos, intentamos después darlo a quienes amamos. Por ejemplo, a mí me respetaron siempre que me acostara tarde, era una lechuza, lo único, que por ahí se levantaban y me decían, “Cristina mañana a las 7 tenés que ir al colegio”, entonces yo agarraba mi gata, cerraba la máquina de escribir y me iba a la cama.
Punto y aparte. “Sabíamos pasar épocas en las que estábamos bastante mal económicamente y tras leer algunas novelas, a través de éstas sabías lo que era la pobreza y el hambre, no porque lo sufriera sino por lo que leía. Entonces veía que mi mamá le servía un plato más grande a los que estábamos creciendo y ella a lo mejor se servía uno más chico. Hasta que un día le digo, ‘mamá me di cuenta que me has servido más, voy a compartir el plato con vos’, y me pegó un reto tan grande que me dijo, ‘no quiero escenas en esta casa”.
EM: ¿Cómo fueron tus últimos días en Cabana?
CB: Me acuerdo de la última vez que festejé el San Juan con la hoguera, fue justamente el último invierno que estuvimos en Cabana, porque en la primavera siguiente nos vinimos a Córdoba. Por ese entonces ya era grande y mis hermanos armaron una gran fogata, nos juntamos con los serranitos de allá, mientras que mamá ponía las batatas alrededor de la hoguera para que nosotros después las comiéramos.
EM: Para culminar: Sabemos que tu vida es una historia llena de historias, tu paso por Unquillo debe haber dejado una marca muy grande en tu vida y sabemos que allí, todo comenzó a germinar ¿Cómo te enamoraste del oficio de escribir?
CB: El primer año que me trasladan de Córdoba a Cabana comencé a ir al colegio de Las Monjas de Unquillo, todos los días teníamos que leer y escribir, por lo que nos dieron las composiciones sobre qué habíamos hecho en el verano, y había chicas que fueron a Los Cigarrales, otras a Capilla del Monte, otras a Mar del Plata y yo me inventé un viaje a Nueva Zelanda, gracias a que estaba leyendo Capitanes Valientes.
Muy discretamente, una hermana docente me dijo, “¡pero vos no estuviste en ese país!” y yo les aclaré que me había gustado la historia, entonces me pidió que la próxima composición la escribiera sobre lo que realmente había vivido en mis vacaciones, pero me desctacó que escribía muy bien.
Desde ahí, tras terminar de recoger los huevos de las gallinas, de darle de comer a los patos, de comer, tras dejarnos jugar un rato y hacer los deberes, las docentes me daban temas de escritura, corrigiéndome luego. Fue durante esta etapa que descubrí el oficio de escribir.
PARA TODOS LOS LECTORES DE EL MILENIO
