
Viajero intermitente
La ruta se va dibujando, como siguiendo el trazo de un lápiz. Los paisajes se cuelan por la ventanilla. Saltan, huyendo de la paleta de un artista excelso y anónimo. El colectivo se detiene. La puerta se abre. La mano improvisa una visera; los ojos se desorbitan. Las montañas se elevan. Los pasos comienzan a andar. De inmediato se vuelven diminutos, hasta casi desaparecer por los valles. Zumba el viento. Revolotean los cóndores.
Los toritos de Pucará, colocados de a pares sobre los tejados, amasan historias bajo sus patas de cerámica. Las calles se amontonan en la plaza principal. Las carpas, pegadas una a otra, presumen la magia encerrada en cada objeto. Los artesanos dibujan formas mientras libran cruzadas por los precios. La originalidad se repite con una obra única puesto tras puesto.
La caminata no se detiene.
El agua corre. Sigilosa. El río llama, a puro susurro. Decidiendo qué sorbo fresco entregar. Avisando que la mesa está servida, que la fogata quema. El pasto se acomoda a las visitas. El cielo arde. Los bocados escapan de la parrilla, se escurren entre los dedos, engrasan las rodillas y desaparecen. Los insectos musicalizan. La luna alumbra. Las risas canturrean hasta que las estrellas fugaces ya no quieren bailar. La tierra es la cama. Ahí los sueños arrancan. Inspirados por el penetrante cielo raso.
Muchos llegan a Pisac, más aún es la madrugada. No hay nadie. Sólo estos tres que se zambullen entre los puestos de control. Trozos del legado incaico afloran tras la curva en el cerro. Las piedras, perfectamente encastradas son cómplices del andar. El tic tac se detiene a admirar. En la cima vi pasar un puñado de minutos o una catarata de horas. No sé. Un ruido oxidado y espeso destruyó la calma.
– ¿Ticket de ingreso? –exigió la voz.
“Disculpe, sucedió que en la entrada no vi a ningún inca para pagarle por su obra”. La pícara respuesta de aquel francés sonaba a coherencia. Al menos una pizca más justa que el excesivo cobro de tickets de ingreso. El que excluye hasta a ciudadanos nacionales de visitar éste u otro “patrimonio de la humanidad”.
Perú intenso |
Los kilómetros avanzan, saltando de vehículo en vehículo. Mientras tanto, los carteles se van sucediendo sobre la banquina.
Coya.
Lamay.
Calca.
Urqo.
Al lado del asfalto, lo que sobrevivió del imperio precolombino. Un señor, balanceando un brazo, permitió el paso por su terreno. El campo, minado de cerditos, contrasta pasado y presente. Antes, terrazas de cultivo. Hoy, el cerco perfecto dividiendo dos propiedades.
El pulgar se lanza como una flecha. Muchos frenan. La mayoría pide dinero a cambio del aventón. “La gasolina me cuesta”, dice el hombre viajando en soledad, con la caja de su camioneta vacía.
Huaray.
Huayocari.
Huayllabamba.
Yucay.
Urubamba.
Anochece en una desolada ciudad. Los pies pesan. La señora coloca dos panes de yapa en la bolsa. Todavía queda mermelada y queso. La carpa no entra acá, ahí tampoco.
– ¿Hacia dónde van? –interrogó el transportista.
Nunca faltan. Servidores del camino. Una fruta de regalo, una gaseosa helada cuando la garganta raspa de calor. Esos ángeles de la guarda que las sendas de tierra acercan para dar una palmada en la espalda. “Adelante, que nada te frene”, parecen decir a los gritos.
Minutos después, un baldío es nuestro. La llama cocina el arroz frente a las extravagantes luces de un burdel del subdesarrollo.
Perú intenso |
Con el amanecer el campamento se esfuma. Ollantaytambo es la próxima parada. Más “ruinas” –algunas más íntegras que ciertas construcciones de ciudades actuales–. Más turistas. Muchos más. Un mercado enorme. Frutas y verduras rebalsan los estantes. El menú oferta sopa, segundo plato y bebida por cuatro soles –algo así como dieciséis pesos argentinos–. El célebre ticket de ingreso al área arqueológica es algo más costoso. Sería necesario vender unos cuantos almuerzos para pagarlo.
Desde Ollanta a Santa María, la caja de una camioneta avanza a todo motor. Esquivando precipicios. De una curva a la siguiente. Postal tras postal. El firmamento, las nubes, los picos nevados. Cada elemento se mueve con armonía. El camino es una ventana al infinito.
Al llegar, todos se acercan. Taxistas, dueños de restaurantes, puesteros del mercado, agentes turísticos. La cercanía con Machu Picchu convierte a cada transeúnte en una billetera gigante de inmediato.
Perú intenso |
Santa María es un pueblo pequeño en lo alto. Un pueblo pequeño acariciado por el río, azotado por el sol. Un pueblo pequeño rodeado de turismo. Paso obligado antes de arribar a Santa Teresa –famosa por sus aguas termales, es uno de los sitios más visitados en la ruta que une Cusco con Aguas Calientes–. Un pueblo pequeño ubicado en un punto estratégico del Valle Sagrado. Un pueblo pequeño con las mandarinas más ricas de todo Perú.
–A Santa Teresa llegan caminando. Está cerca, a dos horas. –afirma sin bacilar un lugareño.
Sin dudarlo, comienza la caminata. Confiando ciegamente en nuestra fuente.
Luego de algo más de tres horas, no parece acercarse la ciudad. El sendero pedregoso empieza a pesar. La humedad rebalsa la mochila y a las suelas del polvo les cuesta emerger. Un auto se detiene, nos lleva.
–No están ni a mitad de camino. –ríe el conductor.
El coche se detiene en la entrada de un camping. La mesa no soporta el cansancio. La carpa se duerme sin cenar.
El sol empieza a asomar. El rocío es sacudido. De vuelta a marchar.
Una combi transporta obreros hasta la hidroeléctrica. Por un manojo de soles nos acomodamos entre las herramientas. Al costado de las vías del tren, avanzando sin pausa pero sin demasiada prisa, Aguas Calientes se va convirtiendo en realidad.
Llegando. Me di cuenta de que, más que llegar, me emociona acercarme.
Es eso, la EMOCIÓN que nos embarga a los que llegamos a Aguas Calientes ….a dedo o en tren .es la misma sensación, de quedar impertérrito ante semejante belleza ..Y ni que hablar al llegar a MACHU-PICHU…LA EMOCIÓN ES INMENSA ,ES UN LUGAR MÁGICO ….NOS DEJA ANODADADOS !!! TANTA ENERGÍA …TANTA BELLEZA !!! FUE UN VIAJE inolvidable …Ahhh …!! NO DEJAR DE VISITAR Y CONOCER LA CIUDAD DE CUZCO !!!