El Milenio

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Los duelos en los más pequeños

Mother and child hugging.

Por Natalia Boffelli (Lic. En Psicopedagogía; MP 13-1567).

Todo duelo o pérdida sufrida por los niños conlleva consigo una posterior vulnerabilidad, dado que a esta edad, el menor necesita de otros para sobreponerse. Todo aquel suceso de pérdida de un objeto exterior, que haya sido de importancia para el menor, genera cambios importantes en su estructura interna. Esto varía si es una mascota, un cambio de casa, de niñera, o la muerte de un familiar o alguien del entorno cercano a él.

El menor todavía no se vale de sí mismo por completo, sino que lo exterior  tiene un peso importante, sea afectivo, de personas que se relacionan con él, como de objetos que le son familiares y de contacto frecuente (así afectan las mudanzas, los cambios de escuelas, de compañeros, de docentes, entre otros).

Cuando se presenta al menor una situación de duelo puede manifestarse de diversas maneras, con cambios evidentes con mayor tendencia a enfermedades somáticas que se presentan con anginas, resfriados, gastroenteritis entre otras de mayor frecuencia o durabilidad, o bien aparecen enojos, ira, quejas, demandas, regresiones de diferente índole.  Intenta vínculos con los padres de mayor apego, o puede llegar a la indiferencia, mostrándo llanto, desgano, aislado, distancia afectiva con uno o los dos progenitores u otras personas.

Los duelos atraviesan diversas etapas; comienzan con crisis dado el impacto que producen en ellos, luego aparecen una serie de manifestaciones afectivas donde se presentan situaciones ambivalentes y opuestas que poco se comprenden si no se reconoce la situación vivida. Pronto aparece  la desesperanza, hasta el último estado en el que se acepta, se elabora o se reorganiza y da lugar a la recuperación a todo nivel. Si continúa la inhibición, puede llegar a ser de atención por patología presente. Toda manifestación puede ser duradera , más si es de índole afectiva. También puede que las manifestaciones o presencias de demostraciones no se presenten siempre, ni en todos los ámbitos.

De 0 a 2 años son más sensibles los menores a cambios organizativos y emociones negativas (peleas, gritos, disgustos, cambios importantes de cuidados entre otros). Entre los 3 y 5 años, comienzan a creer que la muerte es temporal y reversible, no existe como real. Aquí padres y madres son seres superpoderosos, pero aparece también la sensación o sentimiento de culpabilidad o castigo si algo sucediera, pueden hasta creer que ellos han causado la situación y requieren de mayor acompañamiento.

De los 7 a los 11 años comienzan a comprender las diferencias entre vivir y no vivir de todo lo que los rodea, y a concebir la muerte como real, con insensibilidad e irreversibilidad, pero no la de ellos o pares en edad. A los 11 años, etapa de pubertad y pre-adolescencia, en los intereses biológicos por los que transitan tras sus cambios, hacen que su interés por la vida y la enfermedad, entre la que aparece la muerte, pueda ser causa de angustia. En la adolescencia, la concepción de la muerte se aproxima a la del adulto, de la suya propia o la de otros y pueden incluso fantasear con ella con o sin angustia.

La institución educativa, segundo ambiente directo después de la familia, donde se manifiestan por lo general situaciones emocionales de los menores, luego de una pérdida de importancia o cambios familiares ocurridos, debe estar informada de los mismos para acompañar al menor y su familia en la observación y acompañamiento. Mantener la normalidad en el aula pero con flexibilidad; mantener comunicación continuada con los padres o tutores; ofrecer al menor un apoyo adicional en el ámbito escolar si lo requiere; permitir llamadas telefónicas o salidas del aula; respetar y tener en cuenta las fechas especiales; o preparar a los alumnos para el regreso de un compañero en duelo.