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No hay secretos en el arte

Manuel Solís es uno de los escultores argentinos más importantes de las últimas décadas. Desde su taller, el histórico maestro del metal analiza la influencia de las personas que marcaron sus más de 60 años de carrera y se define como un artista sin celos, capaz de transmitir lo aprendido a las nuevas generaciones.

En la basílica de San Pietro in Vincoli, en Roma, se alza la que para algunos es la mejor escultura jamás creada: el Moisés, traído a la vida por el genio inigualable de Miguel Ángel. “La primera vez que lo vi se me cayeron los pantalones, se me caían las lágrimas a chorros. Fue la primera y única vez que lloré por una escultura”, recuerda uno de los creadores más prodigiosos del país, Manuel Solís.

La vida de Solís no siempre estuvo ligada al arte. O en realidad sí, pero no de la forma más convencional. Nacido en Alta Córdoba en 1936 y criado en el barrio General Paz de la capital cordobesa, el escultor atravesó diferentes etapas antes de consolidarse definitivamente como artista.

Su abuelo nació en Florencia, meca absoluta del renacimiento italiano y cuna del extraordinario Miguel Ángel Buonarotti, pero arribó a Argentina con la esperanza de conseguir un trabajo en la industria. En cambio, terminó convirtiéndose en artesano y le transmitió su oficio a Manuel, que lo tomó como algo propio, antes incluso de lo que su memoria le permite recordar. “Mi abuelo siempre me contaba que a los cuatro años yo ya soldaba”, comenta Solís entre la nostalgia y la alegría. 

Así nació lo que, a la larga, sería su primera conexión con el arte. Su experiencia en la soldadura lo llevó a investigar y profundizar sobre aquellas técnicas y creaciones que emanaban el taller de su abuelo con total naturalidad. El oficio ya era suyo, pero de algún modo, la curiosidad le abrió paso a lo desconocido. 

Los toros y el amor hacia su mujer son los dos tópicos que marcaron las creaciones metálicas del artista de Villa Allende. Foto E. Parrau/El Milenio.

Con el tiempo desembocó en una escuela de arte y allí lo descubrió el profesor Mario Rosso. “Él me llevó de la mano para impulsarme y permitirme progresar, fue una de las grandes inspiraciones que encontré en el camino”, afirma hoy el artista.

Con el correr de los años, Solís se convertiría en uno de los embajadores culturales más importantes de la provincia de la mano de diferentes esculturas, aunque con un claro leitmotiv que las atravesaba: los toros. Se especializó en darle a las poderosas figuras y su marca registrada atrajo la mirada del público en distintos lugares del globo. 

Trabajó con todo tipo de materiales, desde cemento directo hasta piedra, madera e incluso nieve, pero su elemento predilecto nunca dejó de ser el metal. Fue convocado a mostrar su trabajo en todo el mundo, pero recuerda con particular cariño su experiencia en Finlandia, cuando durante uno de sus pasos por el verano boreal, el vecino de Villa Allende se animó a esculpir un toro en medio de la mesa durante una cena homenaje, hecho que aún hoy recuerda con claridad.

La experiencia como soldador, la guía de su gran maestro y la visión de su compañera convirtieron a Solís en uno de los mejores escultores del país. Foto E. Parrau/El Milenio.

El Milenio: ¿Qué lugar ocupó tu esposa en tu concepción como artista?

Manuel Solís: Todo el lugar posible. Gracias a ella y a su enorme comprensión, yo llegué a ser quien soy. No es fácil ser la compañera de un artista, pero ella siempre estuvo ahí para apoyarme. No sólo eso, sino que fue una relación muy particular la que construimos. Yo no tengo vergüenza en decirlo: culturalmente era un hombre muy bruto. 

Cuando la conocí era un deportista, jugaba al rugby y el arte estaba dentro mío, pero no era algo que yo fuera capaz de exteriorizar. Y ella, una literata a muerte, que había leído siete veces El Quijote, metió todo eso en mí y me enseñó a ir a los conciertos y las exposiciones. 

Gran parte de lo que soy se lo debo a mi maestro y a mi esposa, que fue una mujer simplemente extraordinaria. Ella formó mi mentalidad y me convirtió en el artista que soy.  Era una persona analítica y crítica, tenía un ojo tremendo.

EM: Dentro de tu carrera como escultor, ¿hubo cambios importantes en tu manera de acercarte al arte? 

MS: Sí, por supuesto. En un comienzo trabajaba por impulsos, era muy intuitivo en mi manera de encarar una obra y las cosas me salían muy bien, pero resulta que luego de 20 años trabajando en esto, empecé a hacerlo de manera profesional. Y lo que sucede cuando uno comienza a trabajar de manera realmente profesional, es que la autocrítica crece. Ahí, si uno no está bien preparado, la cosa se complica, por eso es el momento de agregar recursos.

EM: ¿Te gusta la idea de pensar que quede algún aprendiz tuyo cuando ya no estés?

MS: Sí, a mí me encanta que me sigan. Muchos artistas son muy celosos de lo suyo, no son amigos de la idea de compartir. Todo lo que esos personajes llaman “secretos” son cosas que yo no dudo en mostrar a todos mis alumnos. Es muy fácil para mí, el arte no tiene secretos, las escuelas de arte no pueden fabricar artistas. Esos secretos no son tales, no se “consiguen”, no se venden. El artista es y va a llegar a ser de una u otra forma. 

En mi caso me encanta la formación, valoro mucho ese rol y les exijo mucho a mis estudiantes. Pero por otro lado también les doy muchas libertades creativas, porque eso es fundamental para que quienes quieran ser artistas, encuentren lo más importante y lo más difícil de tener: una identidad, o más bien, su identidad.

EM: ¿Qué lugar ocupa Villa Allende en tu vida?

MS: Yo salgo a las calles de mi ciudad y todo el mundo me conoce. Acá quiero dejar mis huesos cuando esto se termine, y en eso ando. Yo me crie en barrio General Paz, pero Villa Allende es mi pueblo, es el lugar que elegí para ser artista. Quiero que mis cenizas las arrojen en el arroyito Saldán, al fondo de mi taller. Este es mi lugar en el mundo.

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