El Milenio

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Tesoros en el barro

El viaje de Leandro Blanco Pighi continua por Bolivia.
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Por Leandro Blanco Pighi blancopighi@hotmail.com

Viajero intermitente 

La punta de los dedos saborean el suelo, el resto del pie aguarda la respuesta. Los grillos canturrean; seducen al oído. La atención se desvía, el barro vuela. Paso en falso. La llovizna insiste, mientras decenas de agujas aladas e invisibles atacan. Pinchazos certeros que instigan a rasgar la piel.

Un farol de cuatro patas guía las erráticas pisadas. Ceniza resplandece. Entre los movedizos escalones, una de las gatas de la casa, muestra el camino. Abajo, tras el último peldaño, los árboles son impermeables. Los ojos se desorbitan, intentando mirar lo poco que la noche deja ver. Pienso que estoy frente a la vivienda de un duende, o de un hobbit quizá.

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Una casa diseñada por algún guionista de historias infantiles. Sin rincones. Un iglú con tejas. El adobe y las botellas la construyeron. La chimenea vigila desde arriba. El croar de sapos y un halo infinito de luciérnagas asienten. La avejentada madera raspa, da pelea. Se resiste. Parece que se abolla y, al final, cede.

Bienvenido

El calor del hogar asoma. Una vez adentro se confirma la hipótesis: se trata de la morada de algún ser mitológico. Las ventanas son lo único que escapan a la miniatura. Durante el día, la luz ocuparía cada espacio, pensé. El lugar es por demás encantador. Un mundo donde escapar del mundo.

En la planta baja la olla humea. El aroma a especias invade el olfato. La cocina acoge a los cuerpos cansados. Los gatos; uno, dos, tres, se enroscan a los presentes. Subiendo la escalera de troncos, ya no hay muebles. Sólo un piso crujiente y más de esas ventanas que aguardan a la mañana, para juguetear con los rayos del sol. Huele a bosque. Huele a calidez.

Entre los árboles impermeables, dos filas paralelas de piedras conducen al baño. La cabeza se encoge tras el marco de la puerta. Los restos quemados de la salamandra hacen desaparecer los desechos. Afuera, un inagotable concierto natural emerge desde la profundidad de los matorrales.

La ducha se esconde un poco más. Una cascada, dueña y señora del espacio, se desnuda y regala su pureza. La paz, su fiel compañera, la envuelve. Bajo esta cortina de genuino salvajismo, se pulen cuerpo y espíritu tras el golpeteo de cada helada gota.

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Desde el mirador, la neblina usurpa la vista. De tanto en tanto, se distrae y una pizca de paisaje aflora. Como quien espía sigiloso por la cerradura. Rodeado por cerros y caminos que se pierden en la altura. Se pierden y se encuentran en la búsqueda de nuevos andares. La vegetación, de un verdor abundante, prolonga las infinitas dimensiones del horizonte. Entre los árboles brota un puñado de otras casitas de fantasía. Una eco-aldea boliviana donde la vida transita con calma de hormiga. Donde reina lo espontáneo, lo más cálido de la naturaleza. Donde, aunque falte, se comparte (en realidad sobra por todos lados, sobra eso que no sabemos apreciar, lo realmente necesario). La eco-aldea de El Chorrillo. Nuestra morada de turno, arrancada de un cuento, forma parte de ella.

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A cuarenta minutos de caminata. Samaipata se distancia sobre un colorado y barroso sendero de montaña. Los cerros, prolijamente sembrados, presumen su belleza. La gente de la región sobrevive gracias a los frutos de su tierra.

Las nubes no descansan. El aguacero castiga las callecitas. De tierra algunas. De piedra las demás. Una taza de api en el mercado apalea al hambre y ahuyenta el frío por unos minutos. Las cholas, con sus largas trenzas oscuras, alientan a posibles compradores. Ofrecen sus granos, carne de vaca, de pollo, hojas de coca. La cabeza de un chancho gotea sangre sobre el mostrador. Sus ojos, inmutables, saludan a los transeúntes. Los toldos cubren las frutas y verduras. La lluvia insiste.

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Los niños, uniformados, cruzan la plaza corriendo. Las señoras también apuran el paso; las campanadas ya anunciaron la misa que se avecina. Otro puñado termina su clase de trapecio del día. Lenguas foráneas llegan, se chocan, se mezclan, salen y regresan. Los relojes avanzan con calma. La energía flota en el aire; cubre a todo el pueblo, a sus árboles, a sus montañas, como un manto que hace brillar lo que toca.

Me alejo, un paso, diez, un poco más. Una caravana de hormigas detiene la zapatilla justo a tiempo. Avanzo algo más. Los ruidos aguardan en silencio. El correr del agua infla de vida un pequeño arroyo. Ese sonido, capaz de calmar a la bestia más feroz, me hizo comprender donde me encontraba. Me envolvió en un abrazo con la madre tierra. Esta delicada sinfonía natural expresa lo que es Samaipata. Respirar este aire es un privilegio.

Samaipata. Ese lugar donde llené la mochila de tesoros y el alma de enseñanzas imborrables.

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