Por Elena Kuchimpós. Directora Primario IMVA| ks_elena@hotmail.com
Vivimos en una sociedad altamente competitiva, donde los valores individuales y sociales están marcados por las adquisiciones materiales y el capital social.
De esta manera, muchos padres han adquirido un modelo de educación sumamente exigente, en donde quieren preparar a sus hijos para pertenecer a este mundo de alta competitividad, y para ello la meta es: “ser los mejores”.
Por lo tanto, son niños obligados a adquirir conocimientos y habilidades que les permitan acceder a una profesión prestigiosa con la que puedan incorporarse a empleos de jerarquía con buena remuneración que cumpla con las expectativas de los adultos.
Para lograr todo esto, los padres llevan a delante el plan del “éxito asegurado”. Los inscriben en numerosas y excautivas actividades extra escolares y sus agendas están tan completas como horas tiene el día, y pasan por las más variadas disciplinas, desde deportes, idiomas, terapias alternativas, danzas, profesores particulares, etc, etc…
Y la pregunta es, ¿cuándo son niños?
Esta exigencia a tan temprana edad, les arrebata la niñez, la oportunidad de aburrirse y ser creativos, de explorar y construir los significados de su entorno, de disfrutar de ocio. Viven en una presión constante y como resultado de esto, crean adultos emocionalmente inestables.
Todos los niños, bajo presión, pueden acomodarse a las exigencias de los adultos y alcanzar buenos resultados, según las expectativas de los padres, pero es este caso, no se les permite ser creativos ni autónomos, ni poder desarrollar un pensamiento crítico y participativo.
Si no le damos la posibilidad para encontrar su propio camino, los niños no podrán experimentar el desarrollo de su identidad ni de su autonomía en la toma de decisiones futuras. Cada niño aprende a su propio ritmo, no hay que confundir la estimulación para motivarlos a crecer, con presión que los agobia y anula.
Este camino a la perfección, conduce a la pérdida de la niñez creativa y placentera, y como consecuencia directa, la pérdida de motivación, ya que en la búsqueda de los mejores resultados, no se valoran los esfuerzos ni las elecciones de los niños.
De esta manera, los exponemos desde temprana edad al miedo al fracaso, y por lo tanto a una baja autoestima, generando bloqueos emocionales que se reflejan en sus producciones escolares cotidianas. La escuela pasa a ser el lugar, donde afloran los miedos, ya que -en muchos casos- no logran alcanzar los modelos ideales de sus padres.
Los niños no necesitan ser exitosos, necesitan ser felices y esto los llevará al camino del éxito asegurado. Un niño feliz será un adulto emprendedor, autónomo, creativo, capaz de superar conflictos y aprender de ellos, en síntesis, será un adulto feliz.