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El arquitecto de las sierras

Nuestra región alberga algunas de las obras arquitectónicas más bellas de Augusto Ferrari, “el constructor de iglesias”. Pero poco se sabe de este arquitecto y pintor que llegó a Argentina a principios del siglo XX y que convirtió este territorio en su principal espacio de creación.

La región. Cuando alguien visita Córdoba, uno de los íconos que más llama la atención es la Iglesia de Los Capuchinos. Y si conduce un poco más al norte, hasta Sierras Chicas, se topará con la iglesia de Unquillo y la de Villa Allende, junto a muchas pintorescas casonas que se extienden a su alrededor. Estos lugares, que hoy forman parte de los circuitos turísticos de la región, fueron edificados por el arquitecto y pintor Augusto César Ferrari, nacido en Italia y radicado en Argentina en 1926.

Esta es la historia de un artista cuya vasta obra es muy conocida, pero no tanto así su propia vida. El relato de una persona que supo reponerse a las adversidades y aportarle belleza a los lugares que amó. Apasionado, gracioso, meticuloso, un hombre cuya ley primera era “amar a la familia por sobre todas las cosas”.

Augusto Ferrari, “el constructor de iglesias”.

Actualmente, sus propios descendientes son quienes luchan por mantener vivo su legado y su patrimonio histórico, que cada día obtiene más visibilidad (de hecho, recientemente se inauguró un Centro de Interpretación de su obra en el hotel San Leonardo de Agua de Oro). En esta ocasión, El Milenio pudo conversar con su nieto, Gerardo Ghioni Ferrari, quien nos brindó un recorrido por la vida y obra de su querido abuelo.

Augusto antes de Ferrari

La familia Ferrari viajando por Europa.

Don Augusto nació en la bella Italia el 31 de agosto de 1871, en San Possidonio, provincia de Módena. Fue entregado a un orfanato y bautizado como Augusto César Fiorellini, un apellido vinculado a los niños abandonados.

“Durante los tres primeros años de su vida, pasó por distintas madres adoptivas que lo alimentaron, pero no lo adoptaron. Siguió en ese orfanato hasta que llegaron las personas que, de alguna manera, lo salvaron. Se llamaban Elena Tecchin y Martino Lucchini, eran agricultores y Augusto vivió con ellos hasta los veinte años”, relató Gerardo, su nieto.

Por esa época, el joven viajó con sus padres adoptivos a Génova, donde conoció a su padre biológico, Francisco Ferrari, un comerciante radicado en Roma. Tras su encuentro, Francisco lo reconoce como su hijo, le da su apellido y le paga los estudios de arquitecto, carrera que finalizaría por su imposición.

“En esa época no había una facultad de arquitectura como la entendemos ahora, sino que eran escuelas de altos estudios, multidisciplinarios”, explicó Gerardo. Concluida su formación en la Universidad de Génova, Augusto partió a Turín para estudiar Pintura y Fotografía en la Academia Albertina de Bellas Artes.

Panoramas

En este prestigioso centro de estudios, Ferrari tuvo como maestro al pintor Giacomo Grosso, quien lo iniciaría en los cuadros llamados “Panoramas”. El joven Augusto sería su colaborador en la elaboración de varias de estas obras, como el panorama de La Batalla de Turín (1906).

El 28 de diciembre de 1908, ocurrió un terremoto devastador en la ciudad italiana de Messina. Este hecho quedó inmortalizado en un panorama de Ferrari de 15 metros de alto y 124 de largo, bautizado Messina Distrutta (Messina destruida).

Según la narración de Gerardo, en los días posteriores al terremoto, una empresa cinematográfica envió al joven Ferrari a tomar fotografías, las cuales le sirvieron como modelo para crear esta obra destacada de su trayectoria.

El panorama fue expuesto en Turín en 1910, adquiriendo gran notoriedad y repercusión no solo entre el público, sino también, entre la prensa. Según recuerda el diario Página 12, “un recorte de prensa de la época elogiaba la ‘maestría y eficacia’ del pintor”.

“Fue el primer espectáculo de masas, desde el punto de vista cultural, que existió en Europa. Dicen que era tan preciso lo que había pintado Don Augusto, que las familias se acercaban y lloraban diciendo cosas como «esa es la casa de mi mamá»”, contó Gerardo.

Buenos Aires

En 1914, y con Messina Distrutta bajo el brazo, Augusto Ferrari llegó a nuestro país acompañando a Giacomo Grosso, que había sido contratado por el Estado Argentino para pintar el conocido cuadro conmemorativo de la Batalla de Maipú, episodio célebre de la Guerra de Independencia.

Augusto pensó que gozaría del mismo éxito que en tierras europeas, pero el escenario fue muy diferente. “Venía con esa pintura, que pesaba miles de kilos, para exponer y acá se encontró con la famosa crisis económica, por lo que la exposición fue un fracaso”, dijo Gerardo al recordar la llegada de su abuelo al Río de la Plata.

Ante esta situación tan desesperante, el artista recurrió a las cartas de recomendación que había traído de sus antiguos clientes, como la realeza italiana y la jerarquía eclesiástica. Con ese as bajo la manga, golpeó la puerta de los monjes capuchinos de Nueva Pompeya y finalmente consiguió un trabajo en la Capilla del Divino Rostro en Parque Centenario.

Allí decoró la cúpula y los interiores y pintó dos panoramas, uno de la batalla de Salta y otro de la de Tucumán, mientras realizaba retratos para la alta sociedad porteña. En esa capilla también conoció a Susana Celia del Pardo quien, en 1916, se convertiría en su esposa y madre de sus hijos, entre los que se cuenta el reconocido artista plástico León Ferrari.

La bonanza económica obtenida gracias a su trabajo arquitectónico le permitió retornar a su país natal en 1922. Al llegar, se encontró con una Italia destrozada por la Primera Guerra Mundial, muy diferente a la que había abandonado. Aun así, permaneció en territorio europeo hasta 1926, mientras se dedicaba a pintar desnudos y a retratar diversas escenas campestres.

Los Capuchinos

Iglesia del Sagrado Corazón (Córdoba).

De vuelta en Argentina, Ferrari comenzó su obra cumbre: la Iglesia del Sagrado Corazón, conocida popularmente como Los Capuchinos, majestuosa construcción neogótica que fue inaugurada (aunque todavía inconclusa) en 1933, en la Ciudad de Córdoba. Elegida como Primera Maravilla Artificial de la Ciudad, esta obra arquitectónica le permitió a Ferrari conjugar “todo su conocimiento, su locura y su trabajo”, como resaltó su nieto.

Sobre su singular apariencia, Gerardo comentó: “Augusto no seguía fielmente un estilo, sino que los iba juntando y experimentando. Como dijo el arquitecto Fernando Aliata mirando la fachada de Capuchinos: ‘esto podría haber sido un desastre y terminó siendo una genialidad’. El abuelo siempre estuvo seguro de lo que hacía”.

Iglesias, casonas y castillos

Iglesia Nuestra Señora del Carmen (Villa Allende)


El legado arquitectónico de Ferrari es particularmente fuerte en Sierras Chicas, donde supo residir, entre idas y vueltas, durante muchos años.  En Villa Allende construyó nueve casonas entre las décadas del ‘30 y el ‘40: Arroyo Seco, La Calandria, San Possidonio, Santa Teresita, Las Columnas, El Grillo, La Golondrina, La Cigarra, y San Francisco.

Pese a estar diseñadas con una clara influencia italiana, también se puede apreciar el impacto de factores locales que se suman a la combinación de elementos eclécticos como el color, las columnas salomónicas, los arcos ojivales, entre otros aspectos.

“Cada una tiene un estilo diferente porque él experimentaba y se aburría si todas sus casas eran iguales. No le interesó hacer el estilo monolítico de muchos arquitectos, sino que quiso ser ecléctico y experimental”, confirmó el nieto del artista.

Entre todas estas casas, destaca particularmente el conocido castillo San Possidonio, de impronta romántica y muros cubiertos de enredadera. Construida entre 1932 y 1936 a la vera del río, junto al ex anfiteatro, ninguna inundación pudo con la construcción.

“Mi mamá me contó que en 1939 hubo una crecida muy grande. Una pared de barro enorme avanzaba, llevándose todo a su paso. El vecino, dueño de la casa Santa Terecita, corrió por la calle gritando ‘¡Ferrari viene la inundación y se va a llevar tu castillo! El abuelo subió a la torre, se sentó en el balcón, con los pies colgando hacia el arroyo, y dijo: «Las obras de Ferrari nunca se caen con una inundación»”, relató Gerardo, entre risas.

“Al abuelo no le interesaba hacer el estilo monolítico de muchos arquitectos, él quiso ser ecléctico y experimental. Se aburría si todas sus casas eran iguales”.

Gerardo Ghioni Ferrari

En Villa Allende también construyó la imponenteIglesia Nuestra Señora del Carmen a comienzos de 1930. Fue edificada sobre la base de una antigua capilla que databa de 1917 y de la cual se conservaron las columnas. Con una influencia del estilo gótico europeo, aunque más sencillo y de menor magnitud, posee torres de 28 metros de altura y las clásicas aberturas ojivales que se repiten en varias construcciones de Ferrari.

Por esos años también diseñó en Unquillo la Iglesia Nuestra Señora de Lourdes, de impronta neorromántica. Se edificó entre 1925 y 1930, finalizándose recién en 2015 con la colocación de su cúpula.

El legado Ferrari

En el verano de 1940, Susana del Pardo fallece a causa de un aneurisma. El hecho trágico marcó la vida de Augusto Ferrari, quien se sobrepuso, dedicándose a su familia y a la pintura, pero nunca volvió a tener una compañera.

Durante toda su vida fue un trabajador incansable e incluso continuó supervisando obras y subiéndose a los andamios hasta pasados los ochenta. Una anécdota familiar cuenta que Don Augusto le manifestó a su médico que no entendía por qué se cansaba tanto y éste le respondió “bueno, se cansa porque tiene 99 años”.

Finalmente, Augusto César Ferrari murió en Buenos Aires en 1970. Su cuerpo fue depositado en el panteón familiar del cementerio La Chacarita, el cual diseñó él mismo, ya que no soportaba la idea de ser enterrado en la tierra.


Las enseñanzas de Don Augusto

De su abuelo, Gerardo atesora no sólo el recuerdo, sino también sus grandes lecciones de vida, que para la familia Ferrari se traducen en cuatro principios sencillos, pero de gran valor personal:

“El primero es la resiliencia: mi abuelo fue una persona que tuvo la capacidad de sobreponerse a la desgracia y salir victorioso. El segundo es la pasión: él fue un tipo apasionado por lo que hacía, un fanático. Nos decía que no importaba lo que hiciéramos, mientras lo hiciéramos de la mejor manera posible. El tercer valor es el trabajo: tenía más de 90 años y seguía soñando y dibujando iglesias que le dedicaba a sus nietos. Y, por último, la familia: decía que nunca debemos olvidar los cumpleaños, porque es donde la familia se reúne”.

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