El Milenio

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En la mitad del mundo (Parte I)

ECUADOR. El recorrido continúa para nuestro viajero. A continuación la Parte I de su arribo a la mitad del mundo.
Leandro Blanco Pighi
Por Leandro Blanco Pighi blancopighi@hotmail.com

Viajero intermitente 

El reloj, alto en la pared, canta la medianoche. Algunos cuerpos se amoldan al plástico de los asientos, mientras los más osados improvisan almohadas sobre el suelo. La puerta corrediza hace varios minutos que no se abre, pero el calor se contornea y sigue colándose por las rendijas, invadiendo los pasillos. Sofoca, asfixia, se pega a la piel, resbala, cae y vuelve a trepar.

Una, dos, tres plantas repletas de comercios conforman la terminal de autobuses. Es enorme. Las luminarias rebalsan cada sector.

Tarea concluida. Hospedaje encontrado.

La cansada noche guayaquileña se desploma. Se acurruca en un rincón a esperar el amanecer.

Cerca de las cinco de la mañana, los silbatos del personal de seguridad, invitan a los huéspedes a levantarse del rígido colchón de baldosas.

–Vamos, vamos, ya durmieron demasiado. –acusa el uniformado de negro.

El dólar trepa por los carteles –comenzado el año 2000, el país reemplazó al sucre ecuatoriano por el dólar estadounidense como moneda oficial–,  mientras un mapa cuelga de una pared e intenta disipar la ignorancia del nuevo visitante. Los ojos se pierden entre líneas rojas y amarillas. La sugerencia de una extraña voz conduce a los dedos a mirar la distancia existente hasta Salinas. El paso previo sería alcanzar Santa Elena, desde donde se puede ir a cualquiera de las playas de la provincia homónima.


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De Guayaquil a Santa Elena. De Santa Elena a Salinas

 

Las espaciosas y vacías calles, así como los altos y vacíos edificios, dan cuenta de la capacidad turística de Salinas en algún otro tiempo. Según afirman los vecinos, los recientes terremotos no solamente sacudieron las costas del país sino que asustaron a los foráneos. Transitar las calles, es sinónimo de vagar por una ciudad fantasma. Restaurantes lujosísimos sin clientes, hoteles inmensos invadidos por la plena soledad de su staff. Pretender cruzarse con alguien más, requiere de varias cuadras de caminata.

Diferentes especies de aves y un manojo de lobos marinos descansan bajo el ardiente sol. Las piedras de la “Chocolatera” –famosa por sobresalir de la cartografía como ningún otro sitio en las costas del Pacífico– son su refugio ante la furia del oleaje. Ballenas y tortugas marinas también escogen las cálidas aguas de Salinas como albergue durante su período de procreación.

De Salinas a Olón

Es sábado a la noche. La bandera ecuatoriana flamea sobre un tejado. Suenan los Rolling Stones interpretados por una banda local. Los niños corren por la plaza del pueblo, principal punto de encuentro para los vecinos de Olón. También lo es para los extranjeros que llegaron hasta acá a saborear las cálidas aguas de la zona, las grandes olas que empujan a practicar surf, o simplemente huyendo de la colindante Montañita, capital costera de la fiesta salvaje en Ecuador.

Al levantar la vista, las aguas del océano Pacífico se zambullen a través de una hilera de macetas. Perderse en el horizonte infinito, es casi ineludible.

La música del mar entra a la casa, toma asiento y se instala durante todo el día. La intensidad varía dependiendo de la espumosa rabia de la marea. La sal marina decora el olfato. Las aberturas, aún sin terminar, permiten que la naturaleza entre en forma de sol, de viento, y también de iguana. Arrastrando su cola verde fosforescente se mete, inspecciona, huele una cáscara de huevo y se va.

Un megáfono escupe día y noche las novedades del pueblo, mientras el camión de la recolección de basura incita a los comuneros a colaborar con la limpieza. “Ole, le, oh la la, saca la basura a tiempo”, recita durante las mañanas de cada lunes, miércoles y sábado, avisando que es hora de colocar los residuos en la vereda.

Desde los balcones, las hamacas vigilan lo que acontece. Están en todos lados: camping, hoteles, hostales, casas de familia. ¿Y cómo no van a estar presentes? Si desde la red elástica atada por sus extremos, se pueden ver inmaculados atardeceres mientras el cuerpo se balancea de un lado hacia el otro.

Las aves planean sobre la playa, como si fuesen barriletes que alguien olvidó atados a una piedra. Estáticos en las alturas, esperando que algún pequeño animal dé un paso en falso. En caída libre, deprisa; uno, dos segundos y su pico asoma victorioso. Se acabó el juego para el pez.

Un señor imagina que es un corredor de Fórmula Uno sobre su karting arenero. El vendedor de ceviche cruza con su bicicleta delante del castillo esbozado por los niños en la arena. Un simpático sombrero merlinesco ofrece churros rellenos de dulce de leche. Algunos leen, otros corren. Los demás sólo están ahí, viviendo.


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De Olón a Los Frailes

Dibujando la Ruta del Spondylus, aflora la bahía de Los Frailes, poblada por aves y reptiles. Calma, como si no albergara una porción del Pacífico en su orilla. Una piscina enorme, gigante, revoloteada por pájaros que anidan en lo alto de los pequeños cerros. De fondo, casas, embarcaciones y muelles. En medio de la infinitud del mar, una rocosa isla decora aún más el escenario. La vegetación es escasa, grisácea, a causa de la época del año. “La sequía no terminará hasta el mes de octubre”, comentaba un vecino de Olón en la verdulería.

La arena es suave y oscura, casi como si fuera ceniza. El oleaje llega manso a la orilla. La calidez y transparencia del agua, transportan la mente directo hacia el Caribe.

“Desayunar en la selva, almorzar en la sierra y cenar en la costa”. Lo explican las cuerdas vocales de los habitantes de Ecuador una y otra vez. Y es verdad. El país de la mitad del mundo es pequeño, pero a su vez, infinito. Paisajes, clima y gastronomía cambian con algunas pisadas del acelerador, en un puñado de horas.

Los ecuatorianos, seres de terciopelo, no permiten que nadie espere al costado de la ruta. Se detienen, bajan la ventanilla, preguntan, se interesan. Un aventón, una cocada, un verde –como llaman al plátano que aún no maduró–; siempre alguna dosis de simpatía tienen para ofrecer. Porque son así; seres compasivos, seres exquisitos, seres de terciopelo.


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De Olón a Quito

El sol calienta el asfalto del pueblo y sólo se escucha el clamor del mar. Las aves estiran lentamente las alas y emprenden su vuelo pescador. Su aleteo inspira. Todo movimiento sugiere cierto grado de imitación. Expandir los horizontes se convirtió en una necesidad y el pulgar ya señala la dirección del próximo destino.

La emoción es la misma. Al llegar a un aeropuerto, a una estación de trenes, a una terminal de buses, o al acomodar la mochila sobre la banquina. Desplazarse es el objetivo, el método no importa. La ola de vehículos ataca indiferente por unos minutos, hasta que el carisma del gordo derecho cumple su misión.

– ¿A dónde vas? –preguntó la acompañante, mientras se ayudaba con los dedos para bajar la ventanilla de la cansada camioneta.

–Hacia adelante, a donde sea –contesté buscando complicidad con una sonrisa.

–Sube, vamos a La Entrada, el pueblo siguiente

Viajar en la caja vacía de una camioneta, mirando los kilómetros alejarse, provoca un estallido sensorial. El aire golpeteando la cara lo expresa de una forma impecable: esto es libertad. Desde La Entrada a Salango, y desde ahí hasta Machalilla. Turnándose los conductores para ser guías fugaces, pero inolvidables. Siguiendo la Ruta del Spondylus, con dirección hacia el norte ecuatoriano.

La estrella más grande maltrata la piel rondando el mediodía. Sobre el calcinado asfalto, circulan las ruedas sin detenerse. Hasta que, a lo lejos, tras una pequeña curva, un coche negro realiza extrañas maniobras. Una mano se asoma e invita a subir.

–Veníamos hablando de un señor que no ayudaba a la gente y perdió su casa en el terremoto, volvimos a buscarte para que no nos pase lo mismo –confiesa Fernando y explota la carcajada.

Rolan maneja mientras su acompañante comienza un show humorístico sin fin. Entre fútbol, religión y política avanza la carretera. Al mismo tiempo, un poco de música argentina brota del reproductor buscando complacer al ocasional pasajero.

–Nosotros vamos a Jipijapa, deberías pasar el día así conoces algo nuevo –ofrece Rolan en connivencia con su primo.

Una mazorca gigante y multicolor da la bienvenida. El ingreso a Jipijapa es tan amigable como sus habitantes. La quietud de este pequeño poblado reafirma que fue una buena idea detenerse. La noche concluye fugaz entre sorbo y sorbo de Pilsener. La luna se retira a pernoctar y el soleado cielo de la provincia de Manabí incita a retomar el rumbo.

Cincuenta kilómetros hasta Portoviejo, donde otra camioneta colabora con el viajero. El calor se intensifica con cada giro de las agujas. El conductor frena la marcha para comprar agua de coco helada. Luego de recibir el pago, el vendedor se dirige hacia la parte trasera a obsequiarle una porción al sediento peregrino.

El camino continúa con un galope arrollador desde San Sebastián hasta Luz de América, con escalas en El Empalme y Quevedo. Rebotando de un camión a otro, de aquel a una moto y de ésta última a la Grand Vitara de Duay. El vendedor de libros comparte la pasión por la aventura. Este amante de los viajes y la naturaleza demuestra su generosidad compartiendo la cena y obsequiando un pote de manjar de leche.

–Te dejo ahí en el semáforo, es un buen lugar para que te levanten –señala mientras se despide.

Del rojo al verde y del verde al rojo. Algunos cambios de colores y un repartidor de embutidos inventa un espacio en su asiento. Ofrece un aventón hasta las afueras de Santo Domingo de los Colorados, indicando que Quito se encuentra cerca. El hombre interrumpe el andar frente a un puesto de comida, se disculpa por la demora y a los pocos minutos regresa con pollo, papas fritas, ensalada y una gaseosa.

–Toma, para que comas mientras esperas el bus –dice ante la mirada atónita de su interlocutor. Y, estirando la mano para entregar las monedas que pagarían el tramo siguiente, concluye la acción.

Dos horas después, la gélida madrugada de la capital ecuatoriana daba la bienvenida al agotado emigrante. La terminal de buses Quitumbe recibe a quienes buscan pasar la noche sobre sus bancos. La famosa mitad del mundo está acá. Quito es un hecho. Pudiendo concluir así, que los sueños se encuentran a un dedo de distancia. // continuará.

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