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Volver a ser

Carlos Delfino, un deportista que renació de sus cenizas.

Carlos Delfino comienza el camino hacia el aro desde un magistral robo de balón. Sus pasos son inconfundibles, el tranco largo y el elegante bote de pelota, su marca registrada. A un costado corre desesperado Kevin Durant, uno de los mejores atletas de la liga dispuesto a taponar el tiro del escolta argentino. En milésimas de segundo Delfino toma la decisión de impulsarse directamente al aro, mientras Durant lanza sus extensos brazos hacia él. El “Lancha” como lo llaman absorbe el contacto de su rival girando su cuerpo en el aire y enterrando la pelota sin miramientos. Al caer su pie no resiste el impacto y algo se rompe para siempre.

La tribuna de los Houston Rockets festeja a gritos, se trata de una muestra de poder ante un equipo superior como Oklahoma. Al mismo tiempo Delfino camina con dificultad, intenta disimularlo pero entiende que algo anda mal. Segundos más tarde se despide ofuscado y con paso inseguro de la cancha, sin saber que pasarán 1171 días hasta volver a sentir esa adrenalina adictiva que representa el básquet en su vida.

El “Lancha” Delfino fue llamado a ser el eslabón más joven de la mítica “Generación dorada”. Un escolta que rompía con el esquema del jugador argentino, un tipo que escapaba al promedio. Su 1,98 de altura sumado a una buena capacidad atlética ya lo definían como un buen prospecto. A eso le agregaba la capacidad de cubrir múltiples labores en la cancha, pudiendo rebotear, anotar, desempeñarse como escolta o alero y defender con enorme intensidad cualquiera de las posiciones perimetrales. Pero lo que en realidad lo definía como un fuera de serie era su impactante talento con el balón. Un estilo único y una gran visión de juego combinaban con la mecánica de tiro de un prodigio absoluto.

Ese desparpajo que lo volvía indefendible cuando entraba en confianza generó que el básquet europeo posara los ojos en él, y el Reggio Calabria italiano se llevara con apenas 17 años al diamante en bruto de la Liga Nacional. Su tiempo en el viejo continente lo hizo madurar pronto enfrentando a rivales de elite, y en vísperas de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 Rubén Magnano, cerebro táctico de la selección, decidió que ya era tiempo de probar al joven santafesino en el escenario de choque del básquet mundial. Delfino respondió, aportó su característica inconsciencia y poco a poco se fue ganando un lugar preponderante en un equipo dispuesto a poner cabeza abajo a todos los paradigmas del básquet.

Su llegada a la NBA lo obligó a encasillar su juego en un rol específico, en un equipo metódico el escolta no logró demostrar todo su potencial. Pero como ocurre con cada mágico componente del seleccionado argentino Delfino encontraba su mejor versión en las grandes competencias, vestido con la camiseta que mejor le queda, la celeste y blanca. Su travesía en las marquesinas de la NBA lo situó luego de varias idas y vueltas en un equipo a su medida, los Houston Rockets. Allí se convirtió en pieza clave, un sexto hombre que llevaba a cabo a la perfección el sistema de juego del entrenador Kevin McHale.

El panorama era de ensueño, pero al mismo tiempo el cuerpo del santafecino iba tocándole el hombro en señales de alarma que “el lancha” no pudo o no quiso escuchar. Primero con contusiones que lo dejaron sin poder ver la luz por un par de meses, luego con claros signos de estrés. Su espíritu de competencia lo traicionó, su juego no podía estar mejor pero aquella volcada contra Kevin Durant en los playoffs fue la gota que rebalsó el vaso.

A partir de allí las luces del estadio se apagaron de repente en su vida, quedando solo el silencio. Su empuje lo llevó a operarse el pie una y otra vez, sin resultado alguno. Justo cuando sentía que estaba nadando cerca de la orilla volvía a ahogarse en la misma lesión, sus opciones se agotaban, su ánimo no era el mismo. El engaño de cada operación lo hacía sentir que podía volver a jugar al básquet, y así pasaron los quirófanos, los meses, los años, los pre olímpicos, los mundiales.

La frustración de pasar repetidamente por un eterno proceso de recuperación lo llevó a pensar que su nuevo sueño sería poder correr en la plaza con sus hijos. “En enero del año pasado perdí a mi abuela. El último día quería salir a caminar conmigo. Ella murió y me quedó eso como una motivación. Ahora tengo que volver, me dije”, declaraba Delfino tiempo atrás a un medio especializado.

Meses más tarde una séptima operación aparecía como una de sus últimas cartas para volver al ruedo. Carlos Delfino decidió operarse con un médico italiano jubilado, apostando a un tratamiento que el resto de los especialistas descalificaban. Se jugó un pleno para volver a sentir ese cosquilleo antes de salir a la cancha, para volver a ser el que fue.

La moneda esta vez cayó de su lado, su pie comenzó a dar respuestas y la ilusión crecía ante la ausencia del dolor. Sergio Hernández, comandante hace tiempo del seleccionado argentino nunca se olvidó del talento del santafecino, siempre supo que mientras Delfino estuviese en pie su aporte sería clave para bailar el último tango con la generación dorada.

En enero del año pasado perdí a mi abuela. El último día quería salir a caminar conmigo. Ella murió y me quedó eso como una motivación. Ahora tengo que volver, me dije.

A meses del comienzo de Río 2016 Hernández le hizo un guiño. Delfino pasó de defender a su hijo en el patio de su casa a defender a “Manu” Ginobili en el centro de preparación olímpico. Su vida volvió a ser su vida, y el escolta volvió a pisar terreno firme de la mano de un equipo que lo extraño durante tres largos años.

El “Lancha” lanzó una carcajada en la cara de los pronosticadores, quienes lo dieron por muerto y cuestionaron a Hernández por llevar a un hombre que pasó los últimos años sin siquiera poder entrenar. Se hizo fuerte en su propia desgracia, regresó en el peor momento a su Santa Fe natal, a ser el chico que soñaba con defender a su país en una duela de básquet. Siguió soñando con la inocencia de los niños, con el coraje de los grandes.

Delfino miró el reloj y lo detuvo hace 3 años, guardó en el tiempo todas sus frustraciones, todas sus tristezas, los momentos sin saber si sus hijos iban a verlo hacer lo que más ama. La promesa a su abuela antes de morir funcionó como un martillo, cada día que pensó en rendirse y no caminar más esa promesa retumbó para volver a correr.

El “Lancha” sujeta fuerte la pelota y las artimañas de sus marcadores ya no surten efecto. La suelta con instinto puro, como un perro de presa, como si no hubiese pasado ni un solo día desde aquella volcada ante Kevin Durant. La parábola es perfecta y la bola apenas le hace cosquillas a los piolines de la red. El estadio estalla, miles de argentinos estallan en sus casas. La mayoría no conoce su dolor, los pocos que sí, se ponen de pie y aplauden a rabiar. El mensaje de Carlos Delfino vale la pena: Siempre hay algo más para dar.

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